Queridos
hermanos y hermanas:
En
esta catequesis me gustaría detenerme brevemente sobre el tiempo de Cuaresma,
que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Es un viaje de
cuarenta días que nos llevará al Triduo Pascual, memoria de la pasión, muerte y
resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los
primeros siglos de vida de la Iglesia, este era el momento en que los que
habían oído y aceptado el mensaje de Cristo empezaban, paso a paso, su camino
de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del bautismo. Se
trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación a la fe que se
realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de parte de los
catecúmenos, es decir, de aquellos que querían ser cristianos y ser
incorporados a Cristo en la Iglesia.
Posteriormente,
también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a
experimentar este camino de renovación espiritual, para conformar más la propia
existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en las diferentes
etapas del camino de la Cuaresma, enfatiza una dimensión importante de la
espiritualidad cristiana: es la redención no de algunos, sino de todos, al
estar disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto,
tanto los que recorrían un viaje de fe como catecúmenos para recibir el
bautismo, como los que se habían alejado de Dios y de la comunidad de fe y
buscaban la reconciliación, o los que vivían su fe en plena comunión con la
Iglesia, todos juntos sabían que el tiempo antes de la Pascua era un tiempo de
metanoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; tiempo que
identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de
conversión que se pone en marcha ahora para encontrar al Señor al final de los
tiempos.
Con
una expresión que es típica en la liturgia, la Iglesia llama al período en el
que hemos entrado hoy, «Cuaresma», es decir, un tiempo de cuarenta días y, con
una clara referencia a la sagrada escritura, nos introduce en un contexto
espiritual específico. Cuarenta es, de hecho, el número simbólico con el que el
Antiguo y el Nuevo Testamento representan los aspectos más destacados de la
experiencia de fe del Pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la
espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios
es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico exacto,
dividido por la suma de los días. Más bien indica una perseverancia paciente,
una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo
en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin
dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decisiones maduras.
El
número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé. Este hombre
justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca,
junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara
consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar
a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn. 7,4.12, 8.6). Después la
siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por
cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna
(cf. Ex. 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto
hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de
Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho
recorrer durante estos cuarenta años... No se gastó el vestido que llevabas ni
se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años", dice Moisés en el
Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt. 8,2.4). Los años
de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3,
11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios
y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al
Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re.19, 8). Cuarenta son los días
durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el
perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl
(Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam. 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes
11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre
el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos
escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo! “¡Oh, si
escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de
Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque
habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije:
Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10).
En
el Nuevo Testamento Jesús, antes de comenzar su vida pública, se retira al desierto
durante cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt. 4,2): se alimenta de la
palabra de Dios, que utiliza como un arma para vencer al diablo. Las
tentaciones de Jesús recuerdan aquello que el pueblo judío afrontó en el
desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días en que Jesús
resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el
Espíritu Santo (cf. Hch. 1,3).
Con
este recurrente número de cuarenta está descrito un contexto espiritual que se
mantiene actual y válido, y la Iglesia, precisamente a través del periodo
cuaresmal, intenta mantener el valor permanente y hacernos actual la eficacia.
La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene el propósito de facilitar un
camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y,
sobre todo, para aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en
el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta
años de la peregrinación de Israel en el desierto tienen actitudes y situaciones
ambivalentes. Por un lado son la temporada del primer amor con Dios y entre
Dios y su pueblo, cuando les hablaba al corazón, señalándoles siempre el camino
a seguir. Dios se había hecho, por así decirlo, casa en medio de Israel, lo
precedía en una nube o en una columna de fuego, proveía todos los días la
comida haciendo bajar el maná, y haciendo surgir el agua de la roca. Por lo
tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver
como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a Él por parte del pueblo: el tiempo del primer
amor. Por otro lado, la Biblia también muestra otra imagen de la peregrinación
de Israel en el desierto: es también el tiempo de las tentaciones y de los
mayores peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera regresar al
paganismo y se construye sus propios ídolos, porque ve la necesidad de adorar a
un Dios más cercano y tangible. Es también el tiempo de la rebelión contra el
Dios grande e invisible.
Esta
ambivalencia, tiempo de la especial cercanía de Dios –tiempo del primer amor--,
y tiempo de la tentación --la tentación de volver al paganismo--, la
reencontramos en modo sorprendente en el camino terrenal de Jesús, por supuesto
que sin ningún tipo de compromiso con el pecado. Después del bautismo de
penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios
que se sacrifica a sí mismo y vive para los demás y se coloca entre los
pecadores, para tomar sobre sí los pecados del mundo, Jesús va al desierto por
cuarenta días para estar en unión profunda con el Padre, repitiendo así la
historia de Israel, todos aquellos ritmos de cuarenta días o años a los que me
he referido. Esta dinámica es una constante en la vida terrenal de Jesús, que
busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima
soledad con Él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la
gente. Pero en este tiempo de "desierto" y de encuentro especial con
el Padre, Jesús está expuesto al peligro y se ve asaltado por la tentación y la
seducción del Maligno, que le ofrece otro camino mesiánico, lejos del plan de
Dios, por que pasa a través del poder, el éxito, el dominio y no a través de la
entrega total en la Cruz. Esta es la disyuntiva: un poder mesiánico, de éxito,
o un mesianismo de amor, de don de sí.
Esta
ambivalencia describe también la condición de la Iglesia peregrina en el
"desierto" del mundo y de la historia. En este "desierto",
ciertamente los creyentes tenemos la oportunidad de vivir una profunda
experiencia de Dios que hace fuerte el espíritu, confirma la fe, nutre la
esperanza, anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la
victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte por el sacrificio de amor
en la Cruz. Pero el "desierto" es también el aspecto negativo de la
realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores,
el secularismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el
horizonte mundano del existir, sustrayéndole toda referencia a la
trascendencia. Es este también el ambiente en el que el cielo sobre nosotros es
oscuro, porque está cubierto por las nubes del egoísmo, de la incomprensión y
del engaño. A pesar de esto, incluso para la Iglesia de hoy, el tiempo del
desierto puede transformarse en un tiempo de gracia, porque tenemos la certeza
de que incluso de la roca más dura, Dios puede hacer brotar el agua viva que
refresca y restaura.
Queridos
hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos llevarán a la Pascua de
Resurrección, podemos encontrar un nuevo valor para aceptar con paciencia y con
fe cada situación de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que
de las tinieblas el Señor hará surgir el día nuevo. Y si hemos sido fieles a
Jesús y siguiéndolo por el camino de la cruz, el mundo luminoso de Dios, el
mundo de la luz, de la verdad y de la alegría se nos devolverá: será el nuevo
amanecer creado por Dios mismo. ¡Buen camino de Cuaresma a todos!
Benedicto XVI
Miércoles de Ceniza, 22 de febrero de
2012
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